Nicolau Vidal Cubí

Los engranajes de la caja de lápices

Cuando era niño dibujaba mucho, se me daba francamente bien. Cuando debía rondar los 6 años de edad, mi madre me dejó su vieja caja de lápices. Se la había regalado mi abuelo hacía quizá 40 años. Era una caja de Caran D’ache con los bordes rojos y el dibujo de una inmensa montaña blanca en el centro. También se apreciaban un estanque y una pequeña casita alpina.

-¿Qué montaña es, mamá?

– ¡El Mont Blanc, Nico!

No lo era, era el Monte Rosa, pero no importaba. Ya la teníamos armada: quería subir al Mont Blanc.

Han pasado ya más de 22 años desde ese instante. Desde siempre he hecho excursiones. Primero con mis padres y sus amigos. Luego, a mi aire.  Poco a poco he ido subiendo el nivel de exigencia física y técnica. Probando nuevas variantes: primero haces excursiones “difíciles”, luego empiezas a vivaquear. Te retroalimentas hasta que te vas con un amigo a los Pirineos y subes el Aneto en modo imbécil (sin Piolet). Vuelves el siguiente año y subes Posets y Maladeta. Todo sin guía, claro, a lo loco.

Después viene la etapa donde quieres subir de nivel. Te pones serio. Empiezas a tontear con esto de correr por la montaña, con el barranquismo y con el rocódromo. La cosa se pone seria. Te compras un equipo mediocre y planificas una subida al Mont Blanc. Que sale mal, claro. El tiempo tiene más cabeza que tú y hasta el guía te deja tirado. ¡Gracias a Dios!

Viene la larga espera. Cuatro años de entrenar como un burro. Correr a tope. Cuidarse la alimentación. Ejercicios de fuerza específicos. Escalada en roca, barranquismo, …

Empiezas a poder correr bien en montaña: carreras cortas de 20 a 30 km. Te ves fuerte, tu cuerpo cambia. Estás listo. Total, el Mont Blanc no es muy difícil.

¡JA, JA, JA!

***

Llegué a Chamonix (Alpes franceses) el día 1 de agosto. Después de arrastrar mi maleta de 20kg durante 3km por un camino de gravilla, llegué al hostal. El recepcionista no estaba. En su lugar había un sistema de sonido con Techno a todo volumen. Me encanta este hostal. Decidí comer algo mientras esperaba, total no tenía prisa. El destino había querido que l’Index Bus se hallara estacionado junto al edificio. Es un bus londinense remodelado en pizzería. Lo increíble es que el motor funciona a la perfección.

Más tarde, conseguí mi habitación. Por error me dieron una individual en vez de la compartida con 13 montañeros malolientes más, que suele ser lo habitual en Chamonix donde un agua vale 4 € y la jarra de cerveza 7.

Para subir el Mont Blanc (4.810m) debes aclimatar tu cuerpo, adaptarlo a trabajar en altura. Para hacer eso, lo ideal es realizar varias subidas progresivas a altitudes menores y luego reposar durante un día o dos.

Al día siguiente, lunes 2 de agosto, amaneció nublado. El cielo estaba cerrado por unos nubarrones bajos muy densos. Era imposible saber qué tiempo hacía ahí arriba. Mi plan era subir en teleférico hasta Aiguille du Midi, una estación meteorológica emplazada sobre una aguja de roca a 3.800m. De ahí bajaría hasta la Vallée Blanche (3.500m) y subiría un poco hasta el Refugio de Cosmiques (3.613m).

Recuerdo no tenerlas todas conmigo. El tiempo no prometía mucho.

El teleférico emprendió la vertiginosa subida. Pronto las nubes nos engulleron. No se veía nada. Los alpinistas cruzábamos los dedos. ¿Qué habría al otro lado de la capa de nubes? ¿Más nubes? ¿Lluvia, Nieve o un viento huracanado? Miraba distraído en el sentido inverso de la marcha cuando de pronto salimos de esa capa. El valle se mostró en toda su grandiosidad. Las Aiguille Rouges se recortaron al fondo. Me emocioné. Todo el pasaje dejó escapar expresiones de felicidad. Me giré hacia delante y apareció como si de un sueño hecho realidad de tratara: Aiguille du Midi, perfecta, desafiante, colmada de nieve recién caída, se recortaba contra un cielo azul oscuro donde no se veía ni una nube. Estaba en casa. Era hora de concentrarse y procurar hacer un buen trabajo. Un silencioso engranaje se puso en marcha sin darme cuenta.

Ese día y el siguiente los pasé aclimatando en altura y volviendo al pueblo a dormir. Ascendí Tacûl (4.248m) y me volví a hacer a usar crampones y piolets. El hecho de tener que pasar por la agudísima arista de Aiguille du Midi (única vía de acceso al teleférico) sin ir encordado me revolvía el estómago, pero poco a poco y asegurando cada paso todo salió bastante bien.

Quedé con mi guía el Miércoles 4. Comentamos la situación en la montaña. Mucha nieve virgen, una previsión meteorológica bastante incierta, una ruta difícil. Lo único que podíamos cambiar era la ruta. Así, entre jarras de cerveza Blanche des Guides decidimos que subiríamos por la ruta normal, mucho más sencilla que la inicialmente prevista (la Ruta de los Cuatromiles). En vez de salir el viernes saldríamos mañana mismo.

Recuerdo que preparé la mochila antes de ir a dormir. Toda la ropa de abrigo. 2 L de agua. Un porrón de barritas, geles y frutos secos. Eso era todo para las 12 horas de paliza en altura que me esperaban el día de cima, más que suficiente según descubrí.

El guía me pasó a buscar a las 10 de la mañana del día siguiente. Cumplimos el planning: subir desde Les Houches hasta el refugio de Gouter, donde milagrosamente teníamos reserva. El camino tiene dos partes muy diferenciadas: una muy fácil y otra menos fácil pero mucho más peligrosa: la «bolera» y la arista hasta Gouter.

La «bolera» no es otra cosa que un enorme corredor que te escupe piedras desde 600m de altura. Y si, lo habéis adivinado, el bolo eres tú. Por suerte lo pasamos tranquilamente debido a la enorme cantidad de nieve fresca. Subimos la arista charlando alegremente, la ascensión, sin ser difícil, requería una atención constante. El guía me comentaba que, en un 50% de los casos, no se llegaba a la cima. Hizo una comparación muy interesante: llegar a la cima es como poner en marcha un engranaje. Una máquina cuyo único propósito debe ser subir y bajar a salvo. Para que esto ocurra, muchas ruedecillas dentadas deben hacer bien su función. Algunas dependen de ti, otras no. No es solo estar fuerte y que haga buen tiempo. Hay muchos más factores. Muchos más engranajes que deben funcionar.

 El Refugio de Gouter tiene el honor de ser uno de los refugios guardados más altos de Europa. Situado a 3.815m, enclavado sobre el abismo, parece una nave espacial alienígena. Es redondo, enorme, y está forrado de ventanas de triple cristal y placas solares. Puede resistir vientos de casi 300 Km/h. Por el módico precio de 130 Euros la noche con media pensión por persona, hallas un punto de descanso que te permite ascender el Mont Blanc con relativa tranquilidad. Lo único malo es el precio del agua, 9 Euros, o peor aún, el de la birra, 12. Claro está: estás pagando el precio de la gasolina del helicóptero que tiene que hacer 3 vuelos diarios de abastecimiento hasta el refugio. Habíamos tardado 4 horas en ascender desde la estación del tren cremallera hasta Gouter. Nada mal según el guía. Eran las 15:30. La cena es a las 18 y el desayuno a las 2am.

Después de una -seamos justos- copiosa y rica cena, me acosté esperando dormirme. No fue así. La altitud afecta y quien diga lo contrario miente como un bellaco. Pese a estar bastante aclimatado, no podía conciliar el sueño y sentía una extraña presión en los párpados. Así pasé la noche, dando cabezadaitas, mirando el reloj y pensando en engranajes que giran.

A las 3 de la mañana nos pusimos en marcha. Café aguado y bizcocho seco regado con leche y mermelada en la barriga. Hacía un viento de mil demonios. Rachas de hasta 80 Km/h y una sensación térmica en la cima de -20ºC. Como eramos una cordada “fuerte”, el guía decidió que saliéramos de los últimos para que así el resto de grupos fueran abriendo huella en la nieve fresca. Buena estrategia. A medida que ascendíamos, los íbamos adelantando a todos. Una serpiente de luces ascendía en plena noche por una montaña invisible. La nieve polvo, arrojada por el viento contra mi cara, me golpeaba y cegaba brevemente a intervalos. El cielo lucía estrellado. Paulatinamente, sin prisa pero sin pausa, ganábamos altitud.

A medio camino de la cima, situado a 4.362m se encuentra un refugio o abrigo llamado Vallot. Es una caja de metal y hojalata con un par de mantas. Nada más. El viento parecía arreciar por lo que decidimos encaminarnos hacia ahí. Todas las cordadas que teníamos delante hacían lo mismo. Una vez dentro, me reajusté el equipo. El tubo de agua se había congelado, por lo que solo disponía del medio litro de la cantimplora, que me puse dentro del abrigo de fibra. Sacamos las gafas de ventisca y nos pusimos los guantes gruesos sobre los finos. Todas las correas, cintas y tiras de la mochila y el arnés debían ser atadas.

Los guías hacían corrillos. Negaban con la cabeza y lanzaban miradas a sus clientes. Estaba claro que el clima no acompañaba. Es más, iría a peor. El mío fue parco en palabras: -Nico, estás fuerte. Puedes hacerlo. Si quieres, salimos y tiramos para arriba. Asentí con la cabeza. Entonces me dejó muy claro lo que se requería de mí: -Miras solo al suelo, caminas sin pararte más de 1 minuto de cada 15. No hablas, solo caminas y miras al suelo. Si me puedes prometer que harás esto durante las próximas 3 horas, que será lo que tardaremos en volver aquí, podemos tener una oportunidad. Volví a asentir. -Hoy no vas a subir al Mont Blanc por las buenas, te lo tendrás que ganar. Asentí.

Salimos. Los engranajes se movían. El viento rugía. Empecé a perder la sensibilidad en pies y manos. No digo dedos, digo pies y manos enteros. Ascendíamos sin pausa. La altitud se hacía notar. El aire era ligero y gélido. Todo costaba el triple. Yo solo miraba al suelo. El guía me dió un tirón a la cuerda y levanté la cabeza. El alba estaba incendiando el cielo por oriente, tras el Cervino y el Monte Rosa, que se dibujaban perfectamente en el horizonte. La nieve adquirió un tono rosado que luego fue derivando a un rojo anaranjado. La montaña entera parecía brillar al calor de unas llamas imaginarias. Seguíamos ascendiendo. Esa zona es un sube y baja constante. Mis gafas de ventisca, remendadas in extremis con cinta americana el día antes -se habían roto durante el vuelo del avión-, se empañaron por completo. Ya no veía nada. Sólo mis pies y una cuerda que notaba tensa. Solo sentía el viento en mi cara y mis pies que ardían helados. El piolet se hundía mucho en la nieve. Habíamos pasado ya la cresta de Les Bosses.

Los engranajes giraban pesadamente. Ya no eres solo tú quien empuja, entran otros factores, otras ruedas dentadas. Eran todas las veces que he salido a entrenar, a correr, escalar o caminar. Eran las horas y horas que había pasado mirando mapas, fotos y vídeos, leyendo libros y revistas de escalada. Cuentos de montañas, grullas y cazadores. Cada latido, cada aliento que había dedicado a estar ahí. Eran los que me quieren, los que empujaban conmigo. Eran las noches de insomnio o de soñar despierto, los recuerdos de mis primeras excursiones donde imaginaba ascender grandes cimas. Era el guía, callado y fuerte, paciente. Era la montaña, manteniendo su nieve firme bajo mis pies. El viento, que ahora me daba en la espalda y me ayudaba -literalmente- a subir. Era todo. Era el niño que fuí con su caja de lápices, con una montaña dibujada que creyó era el Mont Blanc. La maquinaria rotaba lenta y segura, ni la misma muerte la hubiera podido parar.

La cuerda dejó de tirar. Me topé de bruces con Aitzol (el guía). Me abrazó, tardé un segundo en comprenderlo. Estábamos a 4.810m. Quizá no siempre, quizá no rápido, pero algunos sueños se hacen realidad.

Nicolau Vidal Cubí. Abogado.

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